La abuela saborizada
- adriana rombola
- 18 nov 2024
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 21 nov 2024
La abuela era calabresa, es decir, su sangre era saborizada. Si tuviera que describirla diría “mágicamente condimentada”: picante, salerosa, dulzona. Toda ella evocaba los sentidos: su piel azafranada, sus ojos caramelo, su vida agridulce.
Tenía una existencia culinaria: práctica, creativa y lúdica. Nació en tierras de pescadores y, seguramente, porque no podía imaginarla niña, y, mucho menos, bebé, sospeché que había salido del mar Tirreno. Ella, risueña e inquietante, me lo confirmaba. Su infancia había sido de soles, redes y libertades. Nadie, en su casa, notaba sus reiteradas ausencias. Dos árboles la cobijaban de su soledad. Su cabello olía a almendras y nueces. Era lógico, había arrancado esos frutos hasta el hartazgo en Bratiró y el aroma a frutas secas (aunque la conocí “abuela”), perduraba.
Era “grande” cuando se casó. Sólo quiso a un hombre al que lograba ver una vez al año, en un pueblito cercano. El mar, que ambos compartían, los había hecho de una misma agua. La abuela lo sabía y, sin temerle al tiempo ni al fracaso, lo esperó. Las mujeres del pueblo ya la consideraban solterona, ella, segura de sí misma, confiaba en San Cosme y San Damián, los santos del lugar. Quizás, por eso, nunca dejó de llevarme a sus fiestas patronales en las que reinaban los chorizos caseros y las artesanías fritas de mil formatos diferentes: moños con pasas de uva, cintas con azúcar y atractivas trenzas hechas con levadura ¿Cómo olvidar ese acontecimiento religioso que se repetía año tras año? Se respetaba un orden inviolable: primero, la procesión detrás de los santos… Nunca entendí el significado de esas imágenes gigantes, balanceándose y esa multitud detrás, según – decía mi abuela, rezando; según – mi modesto entender – reencontrándose, a los gritos. Recuerdo los besos pegajosos, mi mirada desconfiada y el comentario, cien veces repetido, de cuánto había crecido. Creo haberme sentido Gulliver en el país de los enanos, en innumerables ocasiones; luego, comenzaba la misa: tan irrespetuosa como la procesión. Todos anhelábamos que el cura se apurara porque la verdadera fiesta era el festival posterior.
Una “obligada decencia de época” que le fue arrebatada en noches apasionadas, le concedieron la dicha de tres hijos con aromas diferentes: papá olía a pimienta. Su carácter tenaz y su voluntad, probada día a día, me confirmaron que estaba sazonado con ese condimento desde su nacimiento. Nada, a lo largo de su vida, combatió ese sabor inequívoco, ni siquiera su larga enfermedad. A tío Osvaldo, bohemio, introvertido y dibujante eterno del Pato Donald y Mickey lo asocio con el anís… No sé por qué… y tía Marta parecía elaborada de manzanas y vainillas. Tintineo de collares, vestidos floreados y aros de mil colores la convertían en la diosa del pasaje en el que vivíamos.
Las ollas se le impusieron a la abuela, como un destino inexorable, papillas, carnes, tucos y pastas constituyeron su tiempo, el de las mujeres con tiempo. Rítmicamente, sonaban en su cocina, cacerolas, apenas sometidas por cucharas de madera y crujían cebollas y ajíes en aceite caliente. Cada tanto, mucho menos de lo que hubiera deseado, su mesa de madera se cubría de harina, levadura disuelta y sal que se convertían, al rato, en una masa digna de reyes. Mientras cumplía con sus tareas domésticas, recordaba la tierra italiana que la había visto nacer y lagrimeaba a escondidas, la herida siempre abierta de sus hermanos muertos en la guerra.
Como tantos inmigrantes, había llegado en barco cargada de baúles y ausencias, dejando atrás una vida que, entristecida, inmortalizaba a héroes queridos.
Mi mirada, inocente y embelesada de nieta, la observaba, cada mediodía, narrar historias, con sus manos verdes, amarillas y rojas de verduras… Aquélla, en la que transcurridos cinco años de finalizada la guerra, corrió hacia un mendigo que estaba sentado sobre el brocal de un aljibe de la plaza del pueblo y el hombre le pidió agua y ella, asustada, se alejó para descubrir, después, que había regresado su hermano… luego confesaba, en voz apenas audible, “que la dicha había durado muy poco”. “La guerra – decía – lo dejó sin pulmones”, o la otra, en la que robaba huevos y los cocinaba en la arena, con el calor del sol, para comérselos a escondidas… o, la cruel despedida de su madre de esa Italia a la que nunca regresaría porque no quiso hacerlo… -Ya no tengo nada que ir a ver. Aquí está todo lo que tengo- decía. Sus afectos habían partido y la abuela de mil sabores no quería paladear amarguras.
Marianna, así se llamaba, no abandonaba la comida ni para despedir a sus muertos. Cuando un hermano moría lejos, ella lo honraba, llorando, cocinando. Era su forma inédita de alimentar el recuerdo que se hacía visible en una foto más, sobre el viejo aparador de caoba. Los retratos variaban, cada tanto, de lugar. Supongo que para no sentirse culpable por otorgarles un espacio preferencial a alguno de ellos.
La abuela no existía sin el abuelo Gerónimo. Si la ternura no es abstracta, estoy segura de que él era su representación corpórea. Todos los días eran dulces y redondos para mí. Llegaba del trabajo con grageas de chocolate de muchos colores que, arrancaba de su camisa gris, a modo de recompensa, por haberlo esperado, sentada, quietita, en el escalón de la puerta de entrada. “Usted, es peor que los chicos. Tanto chocolate les hace mal” – decía mamá. Él no respondía ¿Para qué? No pensaba dejar de consentirme. Jamás se lo hubiera permitido. Era caprichosa y me amaba.
Los domingos, los macarrones enaltecían la mesa. Chorreaba de los platos, un tuco de un color tan intenso que el mantel blanco parecía pintado a mano. Sin embargo, lejos de inquietarse, el abuelo sonreía, orgulloso por cuanto había logrado. Nunca lo oí hablar de esfuerzos desmedidos, sentía que nada había hecho para merecer tanto… Cruzó el mar, soñando con dólares pero, conoció pesos… No le importó. Cuando vio la inmensidad de la tierra, comprendió que el paraíso existía y se quedó para siempre.
Un día, mi abuelo no salió a trabajar, se terminaron los dulces, los que colmaban mi alma. Sentada, junto a su cama, me parecía que era posible retenerlo. No se podía escapar, me pertenecía.
Si tomaba la sopa, se haría nuevamente grande. ¡Había adelgazado tanto! Yo confiaba en mamá y ella siempre repetía que ese líquido espeso de verduras combinadas con arroz o cabellos de ángel era indispensable para crecer. La certeza de la muerte a destiempo llegó a mi vida mucho tiempo después, cuando el olor a mar se conjugó con el sabor de la pimienta.
El abuelo Gerónimo “se fue al cielo” ¿Cuándo vuelve? – pregunté. Está en esa estrella. Te mira. ¿No lo ves?... ¿Y la sopa? –dije. No hubo respuesta. Ya no la necesitaba. Mi inocencia de cinco años se había esfumado para siempre. Será por eso que detesto ese líquido que todavía, hoy, percibo, obstruyéndome la garganta y los ojos.
La abuela cambió de sabor, tenía el gusto del chocolate amargo. Aunque siguió fiel al mandato familiar de ser la reina de la cocina. Sus comidas ya no eran las mismas. No lo eran para mí…
El abuelo se había llevado las recetas más deliciosas, las que se hacen con ingredientes de pasión. Marianna recordaba, apenas, las sencillas, las indispensables. No necesitaba conquistar a su hombre, no necesitaba homenajearlo. En el cielo se comen flores y seguramente, si no son frescas, deben caer mal. De allí, las visitas al cementerio todos los domingos para cambiar crisantemos por gladiolos, rosas por siemprevivas o claveles por azucenas.
- Mamá – decía papá - antes los fideos te salían más ricos. Ella no respondía. Vislumbro que para no entristecerlo.
Pasó mucho tiempo, el bisnieto amado ya llegaba. Comenzaron a recobrarse todos los aromas. La casa se inundó de olor a vainilla, manzana, anís, pimienta… nuevamente. El tiempo retornó al principio. La ilusión de una nueva vida nos azucaró y la esperanza celeste de mamaderas iluminó el hogar. Marianna estaba feliz… era varón. El espíritu machista latía en su interior y no había razón para ocultarlo.
Tomás, rubio y hermoso como pocos bebés, llegó apenas dos meses después de haberte ido, abuela ¿Por qué?
Nunca lo sabremos.
¿Querías disfrutar su llegada con el abuelo? Con él habías comenzado esta historia y era justo que la compartieras hasta el final o desde el principio.
El tiempo pasa, los olores se eternizan y reviven recuerdos que dinamitan ollas y ensucian los ojos con agua salada. Sin embargo, vive en casa, un alma lisonjera que sabe cruzar orillas lejanas, y cuando se acerca, huele a almendras calabresas. En ese momento, el vapor de la pava empaña los vidrios, las cacerolas chillan, los condimentos tintinean en las alacenas, el fuego arde inescrupulosamente y la levadura crece, orgullosa, para que los moños de azúcar vuelvan a cobrar la forma perfecta que tenían en Bratiró.
Adriana
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